Entonces tuve hambre y me metí en el restorán chino de Macuto. Me senté junto a la puerta, para recibir la brisa fresca que venía del mar.
Al fondo del restorán había una muchacha comiendo sola. La vi de perfil; casi no me fijé. Además, soy corto de vista, y no llevaba lentes.
No recuerdo lo que comí. Arrollados, supongo, y sopa o pollo saltado o algo así. Bebí cerveza, que es siempre preferible a un vino malo. Me tomé la cerveza como a mí me gusta, con la espuma helada en los labios y el líquido dorado atravesando la espuma de a poco y rozándome los dientes.
Comiendo me olvidé del temblor del mentón. La mano llevaba con firmeza el tenedor a la boca.
Alcé la mirada. La muchacha pálida se acercaba, con pasos lentos, desde el fondo.
Levantó del suelo una flechita de papel y la rompió en pedacitos. La miré, me miró.
-Te mandé un mensaje -me dijo.
Tragué saliva. Sonreí disculpándome.
-Sentate -la invité.
-No me di cuenta-dije.
Le pregunté qué decía el mensaje.
-No sé -dijo.
-Sentate -repetí, y corrí una silla.
Movió la cabeza; vaciló. Por fin se sentó. Miraba el piso, incómoda.
Quise seguir comiendo, pero me costaba.
-Se ve que no tomás sol -le dije.
Se encogió de hombros.
El resto de la comida se me enfrió en el plato.
Ella extendió la mano, buscando un cigarrillo. Alcancé a ver las cicatrices de los tajos en la muñeca.
Le encendí el cigarrillo. Tosió.
-Son fuertes -dijo.
Examinó el paquete, lo dio vuelta en la mano:
-No son de acá -dijo.
La luz le lamía la cara. Era hermosa, a pesar de la palidez y la flacura. Me clavó los ojos y yo deseé que sonriera y no supe cómo.
-¿Sabés por qué te tiré la flechita? -preguntó, y dijo-: Porque tienes cara de loco.
Creo que había una música china, lastimera, sonando bajito. Una voz de mujer, si no me equivoco, que se cortaba en la mitad de cada queja.
-Yo nunca tomo sol -dijo-. Me paso todo el día encerrada en mi cuarto.
-¿Y qué hacés, encerrada?
-Espero -me dijo.
Eduardo Galeano, en Días y noches de amor y de guerra.
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