TUYA ES LA SOLEDAD A MEDIANOCHE
TUYOS LOS ANIMALES SABIOS QUE PUEBLAN TU SUEÑO
EN ESPERA DE LA PALABRA ANTIGUA
TUYO EL AMOR Y SU SONIDO A VIENTO ROTO

martes, 24 de julio de 2012

- (Con expresión indiferente) Vengo a buscar a Julio. Tengo que dejarle unas cosas. Ya me voy.
- Esperá.
- ¿Qué? (Le dirige una mirada entre triste y dulce)
- ¿Me extrañás?
- ...Sí. Sí. Siempre... (Silencio) ¿Y vos?
- Sí. Pero con vos es imposible.
- No. No... No digas eso. No es imposible. Tengo miedo simplemente. Pero te quiero. Soy un desastre pero te quiero y también tengo miedo.
- Pero ese es el problema. Yo no sé cómo sacarte ese miedo. No sé cómo llegar a vos.
- ...
- Vení a mi casa hoy.
- No sé.
- Sí. Vení.
- Mmmhh bueno.
- No quiero que tengas miedo. El miedo atrapa. Y yo siempre te quise libre. Siempre te quise. Pero con tu miedo no puedo. Si tenés miedo, es imposible.
- (Grita) ¡Julio! (Y luego en voz baja) Hoy voy. Pero si siento mucho miedo me voy a escapar. No te enojes. A veces no puedo evitarlo.


sábado, 14 de julio de 2012

17

Una mañana de primavera, cerca del mediodía, mientras la madre se iba por los rosales, ella sacó de sí, de la blusa, un... ¡colibrí! que voló enseguida y se puso sobre su cabeza, pero sin posarse, y así iban.
Ella con el pajarillo arriba quedaba como un santo. Le dio por andar algo, con eso dorado y verde, arriba. Hasta cruzó las callejuelas.
Y la vio un hombre y se preguntó:-¿Y esta muchacha bajo un picaflor? Ven que te abrazo. Espanto al pájaro aunque sea bellísimo.
Así se hizo; ella también la abrazó.
Él empezó a hacer una casa al parecer, un cantero, un lecho, plantó alhelíes, porque ella los nombró una vez.
Ella no sabía si corrian años, o cinco minutos breves, larguísimos.
Él le pidió: Ven adentro y baja toda esa ropa.
Caía por fin la pálida ropa blanca al piso.
En eso por una hendidura que allá arriba había quedado abierta, entró el colibrí.
Ella estaba ahí, tendida y desnuda.
El colibrí buscó el pecho, el ombligo, el sexo. Y temblaba y libaba ahí.
               
                                                                                                                  Marosa di Giorgio,
 en Camino de las pedrerías (1997).

sábado, 7 de julio de 2012

El reino endemoniado

De los cuatro puntos cardinales del mundo acudieron cuatro magos convocados por el rey para que pusieran coto a los sucesos extraordinarios que enloquecían a los súbditos y alteraban la estabilidad misma del reino. Antes, debían probar sus poderes.
Fueron al patio, en cuyo centro había una gran higuera. El primer mago cortó una ramitas, las convirtió en huesos y armó un esqueleto. El segundo lo modeló con higos que se convirtieron en músculos. El tercero envolvió todo con una piel de hojas. El cuarto exclamó: "¡Qué viva!"
El animal así creado resultó ser un tigre, que devoró a los cuatro magos.
Probaron así sus poderes, pero lejos de resolver el mal lo empeoraron pues ahora el tigre, que había huido al bosque, solía volver para comerse al primero que encontrara. Los cazadores que partieron en su busca no lo hallaban o sucumbían bajo sus garras.
El rey tenía una hija, famosa por su sonrisa. Sonreía, y desarmaba a todo el mundo. Conmovida por la aflicción de su padre, la princesa, sin avisarle, fue a amansar al tigre con su sonrisa. Esa misma tarde la amansadora princesa y el ya amansado tigre regresaron al palacio; la princesa, adentro, y su sonrisa, en la cara del tigre.

Enrique Anderson Imbert

El hombre de hierro

Había una vez un hombre de hierro. Era fuerte. Sus músculos eran de hierro. Podría hacer cualquier trabajo. Sus piernas eran de hierro, podía caminar incansablemente. Su cabeza era de hierro, podía ser golpeado sin sentirlo. Sus pensamientos era firmes como el hierro. Sus manos eran de hierro, podían tomar con firmeza lo que querían. Su pene era de hierro y siempre estaba erguido. Su corazón también era de hierro, sus sentimientos le pesaban mucho. A veces le resultaban insoportables.
Un día el hombre de hierro se enamoró de una mujer de seda. La mujer de seda tenía la piel casi transparente. Sus ojos, su mirada, eran de seda. Sus manos  de seda podían realizar los más delicados trabajos. Sus pies de seda pisaban sin dejar huella. Sus brazos de seda eran impalpables cuando abrazaban. Su pelo de seda caía como una cascada sobre sus frágiles hombros de seda. Su vagina era un hueco de seda incandescente. Su voz de seda a veces no podía expresar la compleja urdimbre de su corazón de seda.
El hombre de hierro tomó a la mujer de seda entre sus brazos y quedó envuelta en ella. Caminó por el campo, comenzó a llover. Llovió mucho. La mujer de seda quedó empapada, pegada al hombre de hierro. El hombre de hierro seguía caminando con los pies metidos en el barro. Su peso lo hundía, lo hundía cada vez más. Trató de desprenderse de la mujer de seda para que no se hundiera con él. Pero ella estaba anudada a su cuello de hierro. El viento sacudía a la mujer de seda como un jirón lastimado. Cesó la lluvia. El cuerpo de la mujer se desplegó en el aire y comenzó a flamear. Como una bandera, como una llama de color.
Fue una señal para los otros. Pronto llegarían a rescatar al hombre de hierro que ya estaba casi hundido en la tierra.

Gigliola Zecchin de Duhalde (Canela).