El rostro de Brett era blanco y la larga línea de su cuello destacaba con la brillante luz de los faroles. De nuevo la calle se oscureció y la besé. Nuestros labios permanecieron juntos, apretados, pero ella se separó y se apretó contra el rincón del asiento, lo más lejos de mí que se pudo. Se quedó allí con la cabeza gacha.
-No me toques -me dijo-. Por favor, no me toques.
-¿Qué te pasa?
-No lo soporto.
-¡Oh, Brett!
-No debes hacerlo. Tienes que hacerte cargo. No lo resisto, eso es todo. ¡Por favor, querido, entiéndelo!
-¿Es que no me quieres?
-¿Quererte? Simplemente es que me vuelvo de gelatina cuando me tocas.
-¿No podemos hacer nada para arreglarlo?
Se había erguido más en su asiento. Yo la tenía agarrada por los hombros y ella se apoyaba en mí; nos quedamos callados, en calma. Me miraba a los ojos con ese modo de mirar tan peculiarmente suyo que llevaba a uno a preguntarse si realmente veía algo más allá de sus propios ojos. Sus ojos seguían mirando y mirando después de que todos los demás ojos del mundo dejaran de mirar. Miraba como si no hubiera nada en la tierra que no pudiera mirar del mismo modo, y en verdad la asustaban demasiadas cosas.
-Y no podemos hacer nada -dije.
-No lo sé -dudó-. No quiero volver a pasar ese mismo infierno de nuevo.
-Lo mejor que podemos hacer es mantenernos alejados el uno del otro.
-Pero yo tengo que verte, cariño. Tú no lo sabes todo.
-Es culpa mía. ¿No pagamos siempre por todo lo que hemos hecho?
No había dejado de mirarme fijamente. Sus ojos tenían distintas profundidades, pero en ocasiones parecían planos. Sin embargo, en esos momentos uno podía penetrar hasta lo más hondo.
Ernest Hemingway, 1925.
No hay comentarios:
Publicar un comentario